(San Lucas cap. 5 vers. 12)
Como jóvenes, a menudo, el mundo y sus pasatiempos, nos envuelven y nos hacen olvidar de dónde hemos venido, el precio por el cuál hemos sido comprados, y el verdadero sentido e importancia que tiene el ser llamados “Hijos de Dios”, y poseer el incomparable don de la salvación.
Sin embargo no todos disfrutan de este regalo divino y viven, sumergidos en el pecado, en la amargura y desolación que este trae. El ser humano, desde que perdió la comunión plena con Dios, allá en el huerto del Edén, es comparable a aquel leproso, que se presenta ante el Maestro, abatido ya por aquella dolencia que había destruido su vida, denigrándolo y convirtiéndolo en un forastero de la sociedad, apartado de todo afecto y contacto humano, sumergido en el oprobio y la desolación de su estado. Pero, maravillosamente, tal como un día se presentó en nosotros la salvación, Jesús llegó ante este hombre, el cual humildemente, sin más que su carga y una enorme fe, le dijo: “Señor, si quieres, puedes sanarme”.
Igualmente, éste es el grito desolado de miles de almas que van, sin Dios ni salvación, directo a una infelicidad eterna, producto de una enfermedad llamada pecado, que al igual que la lepra, produce una separación entre Dios y el hombre.
La lepra, como enfermedad, afecta a nivel nervioso, produciendo una insensibilidad constante en el cuerpo, asimismo el hombre pecador es indiferente al llamado de Dios y a sus preceptos divinos, y no siente, ni la podredumbre y el efecto del pecado. También la lepra va destruyendo poco a poco el organismo del ser humano, pudriendo su piel, de igual manera, el pecado en completa soledad y tinieblas. Sin embargo, Dios nos da una vía de escape y salvación, tal como la presentó en este atribulado leproso, a través de estas grandiosas palabras, dichas por el señor Jesús: “Quiero, sé limpio”. El Cristo, el Rey de gloria, el cual habitaba en medio de pureza y santidad, extendió su mano, e hizo algo que quizás nadie, en años habría osado siquiera en pensar; le tocó, al leproso y éste al instante sanó.
Este mismo hombre, Jesús el nazareno, años más tarde, repitió este milagro, pero ya no sólo para un hombre que confió en Él, sino para miles de leprosos, toda una humanidad, que no le conocían, ni creían e, incluso, le llevaron al gólgota y allí, sin compasión le dieron muerte digna de un ladrón, a Él, el dador de la vida y salvación. Y así como lo expresa el profeta Isaías: “Mas Él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, el castigo de nuestra paz fue sobre Él, y por su llaga fuimos nosotros curados”. Padeció Jesús en nuestro lugar, limpiándonos de la lepra que eternamente nos afectaba, pero aun más incomprensible y divino, es que Él haya descendido de la diestra de Dios Padre y nos halla tocado a nosotros, que estábamos podridos en el pecado, desde la mollera de nuestra cabeza, hasta la plante de los pies, para luego, convertirnos en príncipes, coherederos con Él en la gloria.
Finalmente nos cabe reflexionar y preguntarnos: ¿Estamos siendo agradecidos de este santo sacrificio? Con nuestras acciones, ¿Somos dignos del nombre que Dios nos ha dado? Es por esto, queridos jóvenes, que cada día nuestro accionar debe ser como ofrenda agradable delante del Padre, que nos redimió, y buscar todas las instancias para testificar al pobre pecado, que hay un Dios que quiere librarlo de la terrible enfermedad que es el pecado.
Que Dios nos bendiga
Victoria Pérez Gatica